Los primeros llamamientos que se hicieron para hacer un boicot internacional a la Sudáfrica del apartheid se remontan a 1958. En Gran Bretaña, el movimiento contra el apartheid, lanzado en 1959, lo consideró una estrategia básica. El sistema de apartheid de Sudáfrica fue ampliamente condenado, sobre todo después de la masacre de 1960 en Sharpeville. En 1961, Sudáfrica fue expulsada de la Commonwealth (entonces llamada British Commonwealth), y en 1962 las Naciones Unidas crearon un comité especial contra el apartheid, acordando al año siguiente un embargo «voluntario» de armas. A pesar de ello, el apartheid no acabó hasta los años noventa.

Tres fueron las áreas principales de sanciones internacionales contra Sudáfrica: la económica, que incluía el comercio y la inversión, un boicot cultural y otro deportivo. Los dos últimos tuvieron sobre todo un efecto psicológico en Sudáfrica. La exclusión de Sudáfrica, un país loco por el deporte, de los Juegos Olímpicos de 1964 en adelante, y sobre todo de las competiciones internacionales de rugby y cricket de 1970 en adelante, fue causada por una combinación de presión ejercida por otros estados africanos, y manifestaciones, incluyendo la interrupción de partidos de tenis y rugby.

El impacto de las sanciones económicas continúa siendo una cuestión a debate, sobre todo porque dos estados poderosos (Gran Bretaña y Estados Unidos) burlaron repetidamente las declaraciones de organizaciones intergubernamentales como Naciones Unidas o la Commonwealth. Sin embargo, existieron oleadas de movimientos a favor de «sanciones populares» –empezando probablemente por la repugnancia producida por la masacre de Sharpeville– cuando incluso el liderazgo del partido laborista británico apoyó el gesto moral de negarse a comprar fruta sudafricana.

Mi propia participación empezó más tarde. Como estudiante en 1969, yo era una de esas personas que querían que el impulso ganado por el boicot deportivo se canalizara hacia un boicot económico. Nuestro sindicato de estudiantes ya había aprobado resoluciones en contra de que la universidad comprara fruta del apartheid. Después montamos una campaña contra el banco Barclays, el banco más popular entre el alumnado británico de aquel tiempo, y también el banco que usaba mi universidad. Nuestro primer éxito fue disuadir al nuevo alumnado de que abriera su primera cuenta bancaria con Barclays, y persuadir al resto de que cambiara de banco. El segundo fue una huelga de alquiler, en la que nos negábamos a pagar el alquiler de las habitaciones de estudiantes en una cuenta de Barclays. Con el tiempo las autoridades universitarias cedieron, desencadenando la dimisión de miembros destacados de la Junta de Gobierno de la universidad. Por todo el país, secciones de sindicatos, clubes, asociaciones e iglesias debatieron el cambio de banco. Me metí en problemas tanto con las organizaciones cuáqueras como con la Peace Pledge Union, por escribir en Peace News en 1972 que no tenían derecho a hablar de la noviolencia en Sudáfrica a menos que dieran un pequeño paso cambiando sus cuentas de banco. Las autoridades locales decidieron hacer lo mismo. En 1986 –dieciséis años después de que empezara el boicot a Barclays– el banco vendió sus filiales sudafricanas. Finalmente, también la cadena de supermercados Cooperative decidió no vender productos sudafricanos.

Este tipo de boicot estuvo muy influido por las oleadas de preocupación por el apartheid. Una de ellas fue después de las matanzas de Soweto en 1976 y el asesinato bajo custodia de Steve Biko en 1977. Otra fue en los años ochenta, con el resurgimiento dentro de Sudáfrica del Frente Democrático Unido y portavoces como Desmond Tutu. Al mismo tiempo surgían activistas locales contra el apartheid que proponían resoluciones a sus sindicatos e iglesias, admitiendo que ambos, sindicatos e iglesias, eran grandes inversores corporativos capaces de ejercer presión sobre las empresas.

En Gran Bretaña, el boicot contra el apartheid fue una «larga marcha», a veces bastante poco espectacular. Habiendo triunfado persuadiendo a los gobiernos municipales de que hicieran algo, después nos tocó ver cómo el gobierno de Margaret Thatcher les arrebataba las competencias en ciertos terrenos políticos. A pesar de todo, mantuvimos la cuestión de la conexión de Gran Bretaña con el apartheid en la mente de la gente.

La historia fue diferente en otros países. En los años setenta, los británicos mirábamos con envidia el éxito del boicot holandés del café de Angola, una colonia portuguesa muy cercana a Sudáfrica. En los años ochenta los trabajadores de una de las cadenas más importantes de supermercados de Irlanda, Dunne’s, sufrieron un cierre patronal en una disputa de cuatro años de duración sobre la venta de productos procedentes del apartheid, un conflicto que sólo se resolvió cuando el gobierno irlandés declaró que los productos sudafricanos eran ilegales.

Los Estados Unidos fueron un terreno importante de lucha. El movimiento de sanciones populares tenía tres focos principales: las universidades, los bancos, y las corporaciones municipales y estatales. Sus logros fueron considerables. En 1985, después de una campaña de diecinueve años, el principal banco involucrado en Sudáfrica, Chase Manhattan, anunció que no renovaría sus préstamos a los proyectos sudafricanos. Para 1991, 28 estados, 24 condados, 92 ciudades y las Islas Virginia habían adoptado legislación o normas que imponían algún tipo de sanción a Sudáfrica. A finales de 1987 más de doscientas compañías estadounidenses se habían retirado de Sudáfrica formalmente, aunque muchas de ellas encontraron otras maneras de continuar sus negocios. (Por ejemplo, General Motors dio la licencia para la producción local, y los ordenadores IBM tenían un distribuidor sudafricano). Sin embargo, lo más importante de estas campañas fue la educación pública que se llevó a cabo a través de ellas y el sentido de solidaridad que se creó con el movimiento contra el apartheid dentro de Sudáfrica.